Otoño

El otoño es una muerte bella,
una pena agradable,
un momento angular, en una vuelta,
el llanto de la vida mientras baila,
la belleza rescatándonos.

El otoño es una pérdida inevitable,
una despedida que regresará algún día,
un encuentro cada vez menos lejano.
Es cada vez menos aquel verano inútil
y cada vez más ese invierno necesario

El otoño es la danza de lo vivo,
las lágrimas del chopo erguido
que lanzan gritos, de desesperación ocre, antes de caer
y, una vez en el suelo, bailan al capricho de una ráfaga de viento.
Es la belleza embelesadora de ver un edificio derrumbarse, a cámara lenta;
la tranquilidad de saber que se construirá algo mejor, con el tiempo.
El otoño es una muerte para la que existe resurrección.

El otoño es el rojo y el amarillo, el verde apagado y la tierra, a veces húmeda.
Es un sol que calienta sin quemar,
que ilumina sin cegar,
que llega sin atropellos ni afán de protagonismo.
El otoño es el candor de un ascua que se apaga;
es una invitación a recrearte con lo que captan tus sentidos.
El otoño es la naturaleza que nos acuna, que nos abraza, que nos acompaña en las malas, convirtiéndolas en buenas.
El otoño es ese amigo que siempre está ahí aunque no esté cada día.

Es el otoño el vuelo de la hoja:
un octubre que despega,
un noviembre que pasa volando,
un diciembre que se deja caer.
Es el canto de un crujido,
del manto deshilachado que lo cubre todo,
que nos descubre a nosotros mismos.
El otoño es el descubrimiento de que volamos, sin despegarnos del suelo.
El otoño es la nostalgia ya caduca.
Es el presente abofeteándote de frío.
El otoño es el soporte para lo que vendrá después.

Causa o Efecto

¿Es un problema de madurez, o es un problema de responsabilidad?

Ocurre muchas veces que la causa y el efecto se confunden. Ocurre como en la película “Alta Fidelidad”, cuando el protagonista Rob Gordon rueda por sus pensamientos hasta preguntarse:

“¿escuchaba música pop porque estaba deprimido, o estaba deprimido por escuchar música pop?”

¿Cuál es el origen y cuál es el final? Como siempre, parece difícil encontrar el principio de un círculo sobre el que llevamos rodando mucho tiempo.

La pregunta que se hacía el protagonista de la película siempre me llamó la atención porque, ya por entonces, cuando la vi en plena adolescencia,  me parecía que explicaba muy bien cómo funcionamos piscológicamente, que explicaba de manera sencilla muchos de los problemas que ocurren a menudo en nuestra manera de pensar y de enfrentarnos a lo que nos pasa, la tristeza, las frustraciones. Más allá de la música pop. ¿Respondemos de tal modo porque estamos deprimidos, o estamos deprimidos por responder de tal modo? 

Y a lo largo de los años, cuando empecé a apasionarme por la educación y por todo lo que envuelve el crecimiento y el desarrollo de las personas desde que son pequeñas -hasta quién sabe cuándo-, me di cuenta de que esta pregunta no sólo servía para entender muchos problemas psicológicos, sino también para entender muchos problemas que encontramos en la educación, en eso que podríamos llamar el camino hacia la madurez o la adultez.  Y así, esa pregunta que en origen hablaba de música y depresión, evolucionó hasta hablar de miles de cosas diferentes, pero con la misma estructura y la misma duda: dónde está el origen del problema, y por tanto y sobre todo: dónde está la salida a este bucle. 

Por ejemplo, respecto a la responsabilidad. Motor, conductor y chasis del crecimiento personal, desde mi punto de vista. En la sociedad actual (cuidado, generalizando) es muy habitual que los jóvenes tengan una sola responsabilidad: Estudiar. Es decir, sólo se responsabilizan de sí mismos. Y a menudo ni siquiera de eso. Y yo me pregunto:

¿Los jóvenes no tienen responsabilidades porque no son lo suficientemente maduros o no son lo suficientemente maduros porque no tienen responsabilidades?

O sobre las etiquetas en colegios e institutos, tan horriblemente frecuentes. Se sostienen por estos círculos viciosos: ¿Me tratan como el malo porque soy el malo o soy el malo porque me tratan como el malo? ¿Me tratan como el torpe porque no me entero de nada, o no me entero de nada porque me tratan como si fuese torpe?… Sería infinito.

Otro ejemplo. Las normas y las reglas son necesarias de pequeños, porque estructuran el mundo del niño, le hacen entender conceptos como la consecuencia, que lo que hace afecta a también a los demás, o que sencillamente existen conceptos como el bien y el mal, y qué es lo uno y qué es lo otro. Pero, ¿de mayores? ¿Son igual de importantes esas normas y leyes? A veces me pregunto: ¿existen tantas leyes y castigos porque no somos capaces de diferenciar el bien del mal por nosotros mismos, o no somos capaces de diferenciar el bien del mal por nosotros mismos porque estamos rodeados de leyes y castigos que nos impiden descubrirlos?

En estos días se me ha planteado muchas veces la duda de por qué tanta gente en la sociedad española se comporta de manera tan inmadura. Cuando sabemos que es necesario seguir unas reglas de convivencia, higiene o distanciamiento por el bien de la salud propia y de los demás.  En España creo que todos hemos vista a gente buscando “resquicios legales” para saltarse el confinamiento: el paseo al perro,el ir a “comprar” todos los días e incluso varias veces aunque sea el pan o un brick de leche, etc. Y yo me pregunto dónde empieza la ley y dónde empieza la trampa y me parece que empiezan y acaban en el mismo sitio.

Creo que la respuesta está cercana a la pregunta que me hacía sobre la responsabilidad y la madurez de los jóvenes. Desde el principio sabíamos que todo lo que iba a pasar iba a ser una gran prueba de madurez para nuestra sociedad. Pero seguimos en las mismas: la madurez no se puede demostrar sin responsabilidad, y las leyes, las prohibiciones, las obligatoriedades, no permiten desarrollar la responsabilidad. 

Porque ante todo debería estar el sentido común, la decisión personal e intransferible de la acción responsable. 

Para ser libres debemos ser responsables, pero para ser responsables necesitamos libertad. 

Pero eso no existe, lo que hay son leyes que hay que cumplir, sean justas o no, y mientras cumplas la ley puedes hacer lo que quieras sin plantearte si está bien o mal, por que es legal. Y todo vale si es legal. Está mal salir a deshora, la ley no lo permite. Pero hasta hace poco estaba bien ir por la calle sin mascarilla gritando mientras expulsas saliva, porque era legal. 

He oído varias veces últimamente que necesitamos leyes restrictivas porque si no la gente se lo tomaría por el pito del sereno, sería una locura y el virus volvería a propagarse. Puede que tengan razón. Pero también creo que quitándonos a nosotros, los ciudadanos, la responsabilidad de elección, lo que consiguen es que nunca maduremos, nunca nos lleguemos a responsabilizar realmente de lo que hacemos, y sigamos siendo la sociedad irresponsable que no es capaz de tener libertad porque no sabríamos usarla. 

Como toda crisis, ésta debe servirnos para mejorar. Y es imprescindible que lleguemos a una reflexión, porque es realmente terrible: si nuestra libertad es peligrosa, tenemos un problema mucho más grave de lo que no imaginábamos.

Canciones sin música: «Las horas desnudas»

Volverán los gemelos ardiendo,
tras horas volando de pie.
Volverán los sofocos, y las prisas,
el frio rozando la piel.

Nunca fue tan vulnerable
el lento pasar de las horas.
Las calles desnudas ahora
serán nuestro abrigo después.

Los abrazos que nunca nos dábamos
confinaban lo que no se ve,
ahora que la distancia es su prisión
se liberan sus ganas de ser.

Nunca fue tan deseable
una mano en contacto con otra.
Este cariño desnudo de ahora
será nuestro abrigo después.

A un dia normal, denostada rutina,
la riqueza a la que aspiramos hoy.

A sonreir sin pantallas en medio,
sin miedo al silencio ni a compartir
todas las cuestas que traiga la vida,
que te lanza al abrigo de un mundo
listo para vivir

Volverá cada monte a mirarnos,
con su regia manera de ser,
con el agua corriendo en sus venas
y nosotros allí siendo él

Nunca fue tan saludable
el agua de una cantimplora.
Las sendas desnudas ahora
serán nuestro abrigo después.

A un dia normal, denostada rutina,
la riqueza a la que aspiramos hoy.

A respirar el color de la encina,
a oír el silencio muy lejos de aquí,
a subir cuestas que van a la cima,
de una vida al abrigo de un mundo
listo para seguir

Volverá el calendario a llevarnos
por vuelos sedientos de fe.
Nunca ha sido tan estéril
el lento pasar de las hojas,
las horas desnudas de ahora
serán nuestro abrigo después.

Traumas

Imagen: @el_averigua

Hay situaciones traumáticas en esto que nos está sucediendo.

Traumáticas en el sentido de perennes, que se quedan para siempre.

Son traumáticas de manera individual, y de manera comunitaria, social. Para todos y para cada uno.

No es fácil. Para nadie, aunque sería injusto vernos, a los confinados, como las víctimas de todo esto. Lo son quienes salen a trabajar con miedo a contagiar a sus familias, quienes salen a la batalla -porque esto es una guerra-, a jugarse la vida con los enfermos, que demasiado a menudo la pierden -es peor que una guerra, hay demasiado fuego cruzado, y además, no sólo se juega la vida el que es llamado a filas, también quienes viven con ellos cerca cada día al volver a casa, es como si las balas de una batalla pudieran atraversarte sin dañarte a ti, pero hiriendo de muerte a tus seres queridos-, y por supuesto los enfermos, las verdaderas víctimas de todo esto, por suerte a veces con final feliz, por desgracia, demasiadas veces, no siempre.

Yo sólo puedo hablar de mi situación, privilegiada, de no salir de casa a jugarme la vida, de unos ojos que no alcanzan a observar el horror de una sanidad que no da abasto. Si nuestra situación -fácil, entre todas las demás- es difícil, no puedo imaginar cómo será la situación de quien sale ahí fuera.

El confinamiento ya ha vivido quince días, ya hemos pasado esa época en la que sentíamos los síntomas sin tenerlos. O quizá no, quizá vuelva. ¿A quién no le ha pasado? Sensación de fiebre. Malestar. Dolor de cabeza. ¿Eso que siento es que me cuesta respirar? ¿Me duele la garganta? ¿Estaré cayendo yo? Si no he salido de casa, no creo, ¿verdad? Esa época ya ha pasado. Pero la de los altibajos emocionales quizá no: estados depresivos que van y vienen y que son difícilmente controlables sin encontrar una huida: siempre los mismos quehaceres y en el mismo lugar. Qué valiosos son en esos momentos la música, la literatura, el cine, las artes. Qué valiosa es en esos momentos nuestra capacidad -que la tenemos todos, aunque algunos se resistan a utilizarla por miedo a la calidad de sus obras- de crear, ya sea música, historias, poesías, imágenes… pero también en esto entra la cocina, el orden de una estantería, colocar ese cuadro que tanto tiempo llevaba esperando a ser colocado en su sitio, y tantas cosas más. 

La creatividad salva mentes. Te activa sin moverte del sitio, y le da un sentido a tu tiempo. No importa la calidad de la obra. Nunca importa si no te piensas lucrar de ella, sólo querer que exista algo que antes no lo hacía, o no de esa manera exacta. Quizá por eso yo me permito escribir a veces, porque creo que es legítimo, y salva mentes, la mía.

Sólo queda seguir esperando, viviendo a este lado de la ventana, hacernos a la idea de que va para largo, de que esta situación no está mejorando aún -hay que aceptarlo- que las nuevas rutinas son ahora nuestras rutinas, vivir día a día, crear cada día desde el principio y con lo que tenemos, y seguir adelante. Agradeciendo a toda esa gente que se juega la vida ahí fuera, y que nos permite vivir fácilmente nuestro confinamiento, con el único problema de gestionarnos a nosotros mismos, en nuestra pequeña batalla interna de la que saldremos crecidos si salimos vencedores – como en toda batalla interna que se gana – consiguiendo que nuestro pequeño trauma se convierta en un gran crecimiento, y nada más. Porque si lo piensas nosotros somos los privilegiados de esta historia, más allá de vivir en la incertidumbre, por mucho que nuestra mente egocéntrica se quiera autocompadecer de nosotros. No estamos tan mal. Pidamos – a Dios, a los astros, a uno mismo, a YouTube, a Amazon no, por favor- ese lote de fuerzas que necesitamos, y ese algo sobre lo que crear – sobre lo que usar nuestro tiempo -, solo con eso nos basta. Fuerza y ya. Pidamos y a seguir.

Un loco: Antonio Machado

@elaverigua

La buena poesía es atemporal, resucitable, eterna.

Un loco, de Antonio Machado, habla de una persona que sale de la ciudad hastiado por los desencantos de la urbe: sus miserias, sus quehaceres, sus maldades… y a fin de cuentas, sus idioteces, a las que el loco llama “su terrible cordura”.

UN LOCO

Es una tarde mustia y desabrida

de un otoño sin frutos, en la tierra

estéril y raída

donde la sombra de un centauro yerra.

Por un camino en la árida llanura,

entre álamos marchitos,

a solas con su sombra y su locura,

va el loco hablando a gritos.

Lejos se ven sombríos estepares,

colinas con malezas y cambrones,

y ruinas de viejos encinares

coronando los agrios serrijones.

El loco vocifera

a solas con su sombra y su quimera.

Es horrible y grotesca su figura;

flaco, sucio, maltrecho y mal rapado,

ojos de calentura

iluminan su rostro demacrado.

Huye de la ciudad… Pobres maldades,

misérrimas virtudes y quehaceres

de chulos aburridos, y ruindades

de ociosos mercaderes.

Por los campos de Dios el loco avanza.

Tras la tierra esquelética y sequiza

—rojo de herrumbre y pardo de ceniza—

hay un sueño de lirio en lontananza.

Huye de la ciudad. ¡El tedio urbano!

—¡carne triste y espíritu villano!—.

No fue por una trágica amargura

esta alma errante desgajada y rota;

purga un pecado ajeno: la cordura,

la terrible cordura del idiota.

Antonio Machado

Nos ha tocado vivir un momento donde no podemos huir. Algo que tan estúpidamente fácil se nos ha puesto siempre, la huida, es ahora imposible: allá donde vayas, te verás a tí mismo compartiendo el papel de víctima y de verdugo, por no saber si recibes o si das, el virus que invade nuestro mundo. Ahora es hora de aceptar, afrontar y enfrentar. No hay cabida para la huida.

Es ahí donde entra en juego la valentía. Para el “loco” de Machado, la valentía consistía en salir de la ciudad, de allí donde había una vida -sí, llena de maldades, ruindades, y misérrimas virtudes, pero vida-, para huir a quién sabe dónde, a vivir quién sabe cómo, rodeado de quién sabe quién, posiblemente de nadie. Ahora la valentía es todo lo contrario: no moverte del sitio, esperar pacientemente, dejar de caminar hacia ninguna parte, sin saber muy bien hasta cuándo, y rodeado de mucha menos gente de la que estás acostumbrado. Todos dejando lejos a gente importante, algunos privilegiados con gente importante cerca.

Tenemos muchas cosas en común el loco y nosotros: ambos nos abocamos a una soledad desconocida: fuera de la urbe el loco estará solo, nosotros dentro de nuestras casa -o fuera de ellas, cuando no hay otra opción- la cercanía con los demás será incompleta: dejaremos de ver a gente, de tocarles, de sentirles cerca siquiera. Somos unos privilegiados de poder conectar, aunque sea de ese modo incompleto, con los recursos con que contamos hoy. La valentía del loco se resume en hacer lo contrario que le dicta la razón (quédate en la ciudad, sólo ahí podrás sobrevivir), en nuestro caso, cuerdos que somos, la valentía se resume en hacer lo que nos dicta la razón (quédate en casa, sólo así podrás sobrevivir). 

Es valiente el que se queda solo, porque se queda consigo mismo, y hoy en día estamos muy poco acostumbrados a quedarnos solos con nosotros mismos.

Hoy no nos toca ser locos, nos toca ser cuerdos. Hoy los cuerdos somos los valientes, los que resistimos los arranques del corazón y hacemos caso a nuestra cabeza, encerrados en casa por propia voluntad, por prevención, por responsabilidad. Algún día, cuando el virus desaloje nuestra urbe, o seamos capaces de gobernarlo nosotros a él, y no al contrario, tocará coger de nuevo el papel de locos, purgando como siempre el pecado ajeno: la cordura, la terrible cordura del idiota.

Hoy no, hoy escuchando el silencio de cuatro paredes, el sonido estridente de un movmiento en la calle, al abrigo de una ventana, oyes vociferar una luz dentro del pecho, hoy el pecado está del otro lado: la locura, la terrible locura del idiota.

El silencio no suena y desespera

El silencio no suena y desespera. 
Es prófuga, o palabra prisionera, 
Huye incómodo el vacío:
Inquietos lo atiborran con prisa. 
Tranquilo y sobrado me da la risa:
el no sonido es mío

Esa ausencia de voz que de repente
vuelca al mundo en su vertiente silente, 
disfrute volitivo, 
placer sutil de parar y sentirte, 
instante eterno que no deja irte, 
es descanso auditivo

Se que hay gente alrededor desquiciada
Puliendo esa palabra desgastada
que no dará la talla
pero es la salvación a este incómodo;
a este nadie hablando. Al fin del todo, 
nos servirá morralla

Verborrea insulsa, no dice nada. 
Sólo calla una mente liberada
-pensamiento valiente-, 
que no teme a otra al lado sin oirla
vaguedades. Casi goza al sentirla
nerviosa de repente

El silencio no es malo sino por los
arbitrios miedosos que alzan la voz, 
suena rápida e inútil, 
para cobardes susurros de nada
esa insulsa, que nada desfogada
y aviva el verbo fútil.

A veces una trampa (luego Carpe Diem)

El texto desde la perspectiva de @el_averigua

Parece impensable;  lo cierto es que nadie quiere ni siquiera pensarlo.

Pero lo mismo un día lo más valioso que tienes

-tu suelo, tu armadura,

tu sentido, tu motivo, (…)-

por un azar incuestionable, inexplicable,

se va de repente y sin haberlo presentido.

Porque la vida es a veces una trampa:

                   todo parece eterno, estable, perenne,

          siendo todo fugaz, incierto, inseguro.

Y ante este engaño de una vida sopesada,

nos damos de bruces con la realidad de lo inasible:

                aquello de lo que no tomamos parte,

                sobre lo que no podemos prestar voz,

y nos golpea de frente sin saber qué nos golpea

ni cómo se devuelve el golpe contra algo tan invisible.

De todo hay que sacar enseñanzas – o siendo egoísta, aprendizajes-

y de los golpes invisibles de la vida más todavía.

Es por tanto inevitable repetir para aprehender,

interiorizar,

       aferrar esa verdad de una vez por todas:

            la vida es cada instante, y cada instante es tu vida,

            no dejes nada para un instante futuro que no existe y quizá no exista,

el futuro es como el pasado, solo existe ya (todavía ) en tu cabeza.

El presente es un presente que se nos presenta sin haberse presentado,

     y al que hay que prestar la atención plena de nuestra presencia,

       el otro caso es no vivir, o haber vivido sin atender a la vida,

            cometer el mayor crimen de nuestros días –por repudiable, por habitual-:

                 existir sin presenciar activamente el regalo vital de tu existencia.

Ese borde que sobresale

Imagen: @el_averigua

La vida es ese borde que sobresale de la baldosa, contra la que tu pie inocente choca mientras andas, y que te hace caer o perder el equilibrio mientras caminas sin ir a ninguna parte.

Recuerdo un día en el que una de mis alumnas me preguntó  si estaba a favor o en contra de la pena de muerte. La pregunta no venía a cuento. Yo acababa de entrar en una clase que no era la mía y que debía cuidar para cubrir a otro profesor que ese día no había venido. Mirase donde mirase había revuelo, voces, alumnos desperdigados por casi todos los sitios menos en sus mesas. Era un festín. Por supuesto, en ese estado no me dejó de sorprender la pregunta,  así que tratando de mirar a otro lado y de no ver lo que me venía por delante en la próxima hora, con una rapidez pausada como la que supongo estoy acostumbrado a responder a lo que me cuestionan, en un arrebato de certeza y de ineficacia al mismo tiempo, me sorprendí a mí mismo respondiendo: “la vida sólo le pertenece al que la vive”. Abrumado por la trascendencia de la frase, que yo mismo no pensé en aportar a ese momento, esperé asustado la respuesta de la alumna que me miraba con una expresión que gritaba ignominia. Acto seguido relajó los músculos de la cara y con una sonrisa en los labios me preguntó :”¿Pero estás a favor o en contra?«

La vida es así de insignificante, quizá sea lo más importante que tenemos, lo más real, lo más veraz, y en el fondo estamos aterrados de darle la dignidad que se merece, y de pararnos un momento a concederle el cariño que necesita. Quizá no estemos preparados aún para entenderla, o quizá nunca lleguemos a estarlo y tampoco importe demasiado. Quizá sólo necesitemos seguir tropezando, lo que significaría que seguimos en marcha, caminando, aunque no sepamos muy bien hacia dónde ni por qué. Aunque quizá nunca lleguemos a saberlo, ni importe demasiado.

Doblado el esquinazo

Imagen del texto por: @el_averigua

Nunca pensé que sería tan complicado dar la vuelta a la esquina.
La vida esta llena de esquinazos, unos vienen rápidos, otros no los ves venir, hay otros que son una vía de escape, o que te escupen a un callejón tenebroso del que huyes al instante por el miedo, otros te llevan a una cuesta sinuosa que sube o baja en función de como enfrentes los pasos.

Este esquinazo yo sabía que vendría antes o después, pero ha sido rápido y fugaz y, de repente, la calle en la que estaba hace un segundo ha quedado atrás para siempre.
Ya si miro tras de mí solo veo cosas que no van a volver y que se que no debería mirar demasiado, si lo que quiero es seguir avanzando. Aunque no pierda la esperanza de encontrarlas algo más allá en mi camino.

Dejo unos años de aprendizaje total (para mí, eso lo dice todo sobre lo que dejo atrás), unos años de entender, de primera mano, qué es ser muchas de las cosas que quiero ser: profesor, compañero, acompañante, amigo. Dejo gente maravillosa (mucha, ¡y de muchas edades!) , y se que lo son porque me da pena no seguir descubriéndolas poco a poco, y día a día, como supongo estoy acostumbrado a hacerlo en mi vida: discreto, silente, a la escucha, como me gusta estar para estar a gusto. Y me sentí aceptado así, con mis rarezas, y me enseñaron desde el principio de la calle (justo después del anterior equinazo), todos ellos, una vez más, que cuando no estás seguro de qué hacer, de cómo hacerlo o de cómo comportarte, siempre puedes probar a mostrarte tal y como te apetezca, aunque te sientas extraño al hacerlo, porque es la única forma de no ser infiel a lo que emanas, y de ser consistente con lo que haces.


Echaré de menos muchas cosas, me da mucha pena dejar atrás, tras esta esquina que acabo de cruzar, tanta gente a la que me gustaría seguir conociendo, que me han servido y me servirán para siempre de referente para actuar, para hacer, para ser. Pero el dolor de dejar algo valioso atrás es en realidad maravilloso, es la señal que me indica que lo que he vivido ha merecido la pena, que todas las esquinas que doblé anteriormente, me llevaron a vivir.

Ahora miro hacia delante y no sé cuántas esquinas me quedan aún por doblar. Sólo espero que el tiempo, en un valeroso festín de consciencias, como la que existe mientras escribo, me permita recordar por cada esquina, un recorrido tan satisfactorio como este, y unos acompañantes, entre esquina y esquina, tan valiosos como los que la fortuna y la vida han tenido a bien de otorgarme. La vida da regalos que la propia vida no sabe asimilar. Y es una suerte como otra cualquiera ser consciente de su incapacidad, porque te hace consciente de los regalos que recibes y que nadie te ha dicho que lo son. Así es la vida, pura vida. Así que a vivir, que son dos sílabas.

Aprender a jugar para aprender a vivir

Siempre me ha resultado útil, a lo largo de mis días, plantearme la vida como si fuera un juego.

Le aporta una perspectiva de aventura muy interesante:
le resta importancia a las cosas insignificantes y a nuestros errores.

Eso, pensaba yo que era extrapolable a los demás, que también les podía ser útil.
Pero después de que esa idea revoloteara durante tiempo por mi cabeza, he terminado pensando que quizá, como casi siempre, no sea todo tan fácil.

Quizá la perspectiva de juego que le otorgo a la vida,
no me beneficie por ser una buena manera de entender la vida,
sino por mi manera particular de ver el juego.

De niño, como todos los demás niños, yo jugaba para divertirme.
Los niños a cierta edad sólo juegan, si se aburren es porque no están jugando.
Pero la mayoría de los niños, al hacerse mayores, les pasa dos cosas:

La primera es que ya no juegan pensando en divertirse, juegan pensando en ganar.
La adolescencia es ese periodo de la vida en el que es más importante sentirte ganador que haber ganado realmente, y por desgracia la mayoría de las veces la victoria y la diversión no siempre tienen que venir de la mano (me refiero a la verdadera diversión, el verdadero sentir de que estás disfrutando el momento, o el recuerdo de que lo has disfrutado. Es curioso como la diversión y la reflexión, casi la consciencia de las cosas, son a veces tan incompatibles).

La segunda cosa que ocurre, es que la idea de jugar está más relacionada con el niño que
quieres dejar de ser que con el adulto al que aspiras, así que en el peor de los casos (y no son pocos), la gente sencillamente se olvida, de una manera terrible, de jugar.

Me parecen dos errores clamorosos. No sirve de nada ganar si no te diviertes, sin embargo merece la pena perder si te has divertido. Al mismo tiempo no tiene sentido dejar de jugar, cuando es algo que te hace disfrutar plenamente de lo que estás haciendo, sentirte vivo.

Volviendo a mi idea de juego para la vida. Yo pensaba que interpretar la vida como un juego ya era beneficiarse y salir delante de una forma positiva. Sin embargo, como tantas veces, eso no es real si no se ha trabajado, desde el origen, desde la niñez, y más aún desde la adolescencia, la idea de juego lo suficientemente bien. Por eso es tan importante jugar de niños, y seguir jugando de mayores. Para aprender a jugar, y quien sabe si, en algún momento del camino, al echar la vista de atrás hacia delante y ver la vida como un juego, nos servirá también para aprender a vivir, disfrutando incluso cuando perdemos, o lo que es lo mismo, ganando siempre.